“La mentira como arma intelectual” – pasaje de “memoria del comunismo / Federico Gimenez Losantos

Hoy puede pensarse que, tras cien años de experiencia comunista, es fácil ver que el capitalismo proporciona más bienestar a mucha más gente que el socialismo, pero que eso era difícil de saber en tiempos de Marx. No es cierto. Además de la injuria feroz y la calumnia sistemática al adversario político, uno de los aspectos en que Lenin puede identificarse plenamente con Marx es en el uso deliberado de la mentira como arma propagandística. Y no solo tergiversando los datos, sino atribuyendo frases entrecomilladas a personas que han dicho justo lo contrario. Dos ejemplos clamorosos son los referidos al teórico liberal Adam Smith, y al primer ministro Gladstone.

Marx atribuye al autor de La riqueza de las naciones esta frase, con cita de página: «El salario normal es el más bajo compatible con la simple humanidad; es decir: una existencia propia de bestias». Pero Adam Smith dice lo contrario: «El salario del trabajo no está en ningún punto de este país regulado por la tasa más baja conciliable con la humanidad común».

Marx debía justificar la mentira de que los trabajadores cobran apenas lo justo para no morir de hambre; si no, ¿en qué quedaba su teoría sobre la pauperización de la clase obrera? Pero los hechos demostraban lo contrario, y los políticos liberales y defensores del capitalismo en Inglaterra podían presumir de la mejora del nivel de vida del proletariado industrial, así que era preciso hacerles decir lo que no decían.

Nada menos que en el discurso inaugural de la I Internacional, Marx asegura que en un reciente discurso parlamentario Gladstone ha dicho que «este embriagador aumento de riqueza y de poder (…) se limita enteramente a las clases acomodadas». Y lo que Gladstone dijo, publicaron los periódicos y consta en las actas es: «Contemplaría casi con aprensión y pena este embriagador aumento de riqueza y poder si creyera que se restringe a las clases acomodadas». Y añadió: «La condición media del obrero inglés, es una felicidad saberlo, ha mejorado en los últimos veinte años a un grado que sabemos extraordinario y que podemos calificar como sin paralelo en la historia de cualquier país y cualquier época».

Por supuesto, los enemigos de Marx, con Bakunin a la cabeza, no dejaron pasar la ocasión de llamarlo mentiroso, pero él sugirió que Gladstone trataba arteramente de disimular su atrocidad. ¿Cómo no iba a adorar al embustero Marx el mentiroso Lenin, que siempre sostuvo que «la mentira puede ser —y es— una herramienta revolucionaria»?

Como toda la historia del comunismo es la de su blanqueo, los que al final aceptan que Lenin fue un asesino de masas y un sujeto sin escrúpulos tratan de salvar a Marx, a menudo contra Bakunin, diciendo que nunca defendió el terror ni la violencia, cuando en realidad nunca hizo otra cosa. En el Manifiesto comunista, que es de 1847, dice que hay que «derribar por la fuerza todas las situaciones existentes»; en 1848 añade que «el terrorismo revolucionario acelera el parto del Hombre Nuevo». Y un año después, tras gastarse media herencia de su esposa la baronesa Westphalen en La Nueva Gaceta del Rhin, esperando en vano el triunfo de la revolución, saca un último número, todo en tinta roja, con este editorial:

“El propio canibalismo de la contrarrevolución convencerá a las naciones de que solo el terror revolucionario puede abreviar, simplificar y concentrar los criminales trances agónicos de la vieja sociedad, y los sangrientos espasmos unidos al nacimiento de la nueva. ¿Está claro, señores? No tenemos compasión ni la pedimos. Cuando nos llegue la vez no habrá excusas que valgan para el terror revolucionario.”

Así retaba al gobierno prusiano: «Somos despiadados y no les pedimos piedad a ustedes. Cuando nos llegue el turno no disfrazaremos nuestro terrorismo». Y el «Plan de Acción» distribuido poco después en Alemania: «Lejos de oponernos a los así llamados excesos, esos ejemplos de venganza popular contra individuos y edificios públicos odiados que implican recuerdos odiosos, no solo debemos perdonarlos, sino ayudarlos».

Esto no ha cambiado nada desde hace dos siglos: el intelectual radical siempre acaba disculpando lo que Marx llama «excesos» y los comunistas de hoy, sobre todo universitarios, «errores». Por ejemplo: cualquier persona de uniforme o de ideología contraria pueda ser asesinada, cualquier iglesia quemada o cualquier sepultura profanada, porque al pobrecito asesino, incendiario o profanador, le despiertan «recuerdos odiosos» y hay que conjurar ese trauma, acaso infantil. Los sentimientos de amor o respeto que tengan los no revolucionarios por sí mismos o sus cosas quedan amortizados en favor de la revolución siempre justificada. Nunca falta el progresista que llama «excesos» a la violación, a la tortura, al crimen más despiadado o al robo más abyecto. Lenin tuvo ocasión de demostrar hasta qué punto esas ideas —en su caso, las de Marx y Bakunin— tienen consecuencias.

A la buena conciencia del revolucionario profesional de las ideas la persona le es indiferente. Lo que hizo Marx fue acogerse con una mueca de desdén al exilio londinense, «cuya prolongada prosperidad desmoraliza al obrero» y donde vivirá tres décadas sin dejar de maldecirlo: «La aspiración última de Inglaterra —el país más burgués de todos— parecería ser instaurar una aristocracia burguesa flanqueada por un proletariado burgués».

Naturalmente, alguien incapaz de buscar un empleo para que sus hijos no muriesen de hambre, encuentra feísimo el deseo de mejora social. No pagaba sus deudas, así que el pagaré le parecía «inmoral». Veía a su alrededor cómo la libre competencia abarataba las mercancías. Falso, era un «monopolio disfrazado», otro embrujo de Monsieur Le Capital. ¿Por qué? Porque nada en la maldita propiedad privada es lo que parece. Todos y todo mienten… menos Marx.

En realidad, Marx representa a maravilla, como antes Rousseau, el tipo de sacerdote ateo nacido entre el XVIII y el XIX: el intelectual, una especie de clérigo del saber laico, pero sagrado, que cuaja y prospera en la ideología comunista, donde se perdona toda contradicción o incoherencia personal mientras sirva a la Causa común, más común cuanto más Causa. ¿Y qué Causa merece más la mayúscula que la felicidad de la humanidad?

Schumpeter definió la de intelectual como «la profesión del no profesional, especializado en alimentar y organizar el resentimiento». Y Escohotado dice que «la profesión de fe intelectual fluctúa entre el inclinado a tomar el mundo como una especie de museo y el aspirante a comisario popular». En pleno auge del comisariado intelectual izquierdista, cabría sintetizar: el bedelato universitario —antes profesorado— del Panteón de la Revolución sueña que se despierta chequista y es feliz.

Lo malo es ser la parte de humanidad que cae cerca del intelectual, porque suele pasarlo fatal. Marx vivió derrochando lo que no tenía y explotando a los demás, pero nunca se le pasó por la cabeza evitar el sufrimiento a los suyos. Un informe enviado en 1850 a Westmoreland, embajador en Berlín, redactado por un agente prusiano que espiaba a los exiliados, reproducido en la biografía clásica de Robert Payne, describe así la casa y las costumbres de Marx:

“Lleva la vida de un intelectual bohemio. Lavarse, acicalarse y cambiarse la ropa blanca son cosas que hace raramente, y a menudo está borracho. Si bien pasa días enteros sin hacer nada, es capaz de trabajar día y noche, incansablemente, sin cejar, cuando tiene mucho trabajo que hacer. No tiene hora fija para acostarse o levantarse. A menudo se queda despierto toda la noche y a mediodía se echa enteramente vestido en el sofá, y duerme hasta la noche, sin que le moleste toda esa gente que entra y sale de las habitaciones (solo había dos). No hay un solo mueble limpio y entero. Todo está roto, basto y desgarrado. Hay media pulgada de polvo encima de todo, el mayor desorden en todas partes. En medio (del cuarto de estar) hay una gran mesa antigua cubierta con hule y encima manuscritos, libros y periódicos, junto con juguetes de los niños, trapos y jirones del costurero de la esposa, varias tazas con los bordes desportillados, cuchillos, tenedores, lámparas, un tintero, vasos, pipas holandesas de arcilla, tabaco cenizas… el dueño de un negocio de compraventa se avergonzaría de poner en venta semejante colección de cachivaches. Cuando se entra en la habitación de Marx el humo y el olor a tabaco hace llorar los ojos… Todo está sucio y cubierto de polvo, de modo que sentarse se convierte en un asunto arriesgado. Hay una silla con tres patas. Es la que le ofrecen a uno, pero no han limpiado lo que los niños han cocinado, y si uno se sienta, arriesga un par de pantalones.”

Casi todos los hijos de Marx murieron de niños o se suicidaron de mayores. A ninguna de sus hijas les dio estudios, porque, como su esposa, “nacida baronesa Von Westphalen”, estaban destinadas al matrimonio, así que aprendían a tocar el piano y a pintar acuarelas, ni siquiera a administrar una casa. Sin embargo, Marx tenía sobre su entorno femenino un poder absoluto, magnético, muy similar al de Lenin con su familia. Marx no tuvo una suegra que lo controlara, pero sí unos yernos a los que despreciaba. Al marido de Jenny, Charles Longuet, porque era «el último de los proudhonistas»; al de Laura, Paul Lafargue, autor de El derecho a la pereza, por ser «el último de los bakuninistas» y, sobre todo, tener sangre negra, de origen cubano: le llamaba «el negrillo» o «el gorila». Edward Aveling, publicista de izquierdas y egoísta oceánico, se casó con la menor, Eleanor, inteligente y devota de su padre, pero que sufrió mucho al no poder estudiar, y por la mala vida que le dio su marido, acabó suicidándose. Laura también se suicidó con Lafargue.

Todas las mujeres que rodeaban a Marx lo adoraron y pagaron por ello. A la criada, Helen Demuth, «Lenchen», la dejó embarazada e hizo que Engels asumiera la paternidad. A Freddy, el niño despierto y parecido a Marx, nunca lo reconoció ni le dirigió una sola palabra. En esa época, 1850, la esposa de Marx, Jenny, contaba así su aperreada vida a su amiga Louise Wiedemayer:

“Mi esposo casi se vio aplastado por las mezquinas preocupaciones de la vida burguesa (…) al marcharse de Colonia incluso pidió prestados 300 táleros para pagar los sueldos pendientes de los redactores (de la Nueva Gaceta del Rhin).

Yo vine a Frankfurt para malvender mi plata, lo último que poseíamos, y al poco nació nuestro cuarto hijo (…). Decidí alimentarlo personalmente, a pesar de los constantes dolores en los pechos y la espalda, pero el pobre angelito debió de ingerir todas mis preocupaciones y callados lamentos por lo que nació completamente enfermizo. Sumido entre la muerte y la más mísera vida, mamó con tal fuerza que mis pechos se agrietaron y sangraron, de modo que en más de una ocasión la sangre corría a su trémula boquita (…). Cierto día entró en nuestra casa la patrona exigiendo cinco libras que debíamos y como no pudimos pagárselas entraron dos alguaciles que se hicieron cargo de todos mis pequeños bienes: camas, ropa, vestidos, todo, incluso la cuna de mi agonizante bebé, con las niñas llorando porque se llevaron también sus juguetes, tirada sobre el desnudo suelo con hijos temblando de frío a mi alrededor. Por último nos ayudó un amigo (…). Pero no vaya a creer que esos mezquinos contratiempos me hayan doblegado. Soy una de las personas elegidas, felices, pues el soporte de mi vida, mi querido esposo, sigue a mi lado. Lo que hace sangrar mi corazón es que él, sin perjuicio de haber ayudado a tantos, se encuentre tan desamparado.”

Era la época del embarazo de Lenchen y tras la muerte del niño, Jenny Marx, nacida Westphalen, se fue apagando lentamente, siempre en la llama de ese hombre «sin corazón», «lleno de odio y amargura», como lo describían todos, excepto su Engels.

Pasaje de

«Memoria del comunismo»

Federico Jiménez Losantos

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