Ni uno solo de los dirigentes bolcheviques trabajo en una fábrica o arado el campo – Pasaje de “Memoria del comunismo” Federico Jiménez Losantos.

El mismo Léon Blum, en el Congreso de Tours que certifica la derrota del socialismo reformista y el triunfo del totalitario, dirá el 27 de diciembre de 1920, fecha del entierro, por escisión mortal, de la SFIO:

“Nosotros os decimos que vuestra dictadura ya no es una dictadura temporal (…). Es un sistema de gobierno estable. En vuestro pensamiento, es un sistema de gobierno creado de una vez por todas. Ello es tan cierto que vosotros concebís el terrorismo no como el recurso de última hora, no como una media extrema de salud pública, sino como un medio de gobierno.”

Blum ha descrito perfectamente el sistema soviético hasta su final, con un saldo de más de cien millones de muertos en cien años de socialismo real.

Sin embargo, nada puede la racionalidad, ni siquiera la apelación a un sectarismo razonable, contra los ditirambos enloquecidos de los recién ungidos por la secta leninista: Frossard, Cachin y, naturalmente, Souvarine.

En su viaje a Moscú para preparar la escisión del socialismo francés y la creación de un partido de obediencia leninista, los problemas se llaman Cachin y Frossard, dos veteranos de la SFIO, cuya experiencia compensaba la impetuosa ingenuidad de Souvarine. Ellos serían capaces de observar a fondo el nuevo régimen y podrían aconsejar a los militantes si apoyaban o no el modelo de Partido Bolchevique.

El viaje demostraba de nuevo el valor de Francia para Lenin como núcleo propagandístico de la III Internacional, que debía actuar como un pulpo cuya cabeza era Moscú, o sea, él.

El tono de Frossard y Cachin a la vuelta de Moscú oculta su primera impresión, que como contó años más tarde Frossard en sus Memorias era pesimista, dada la desorganización general que observó. Pero Cachin, un profesional de la supervivencia política profesional que había militado en la extrema derecha, el centroderecha y, ahora, el socialismo, y que era mucho más escéptico que Frossard antes de pisar Rusia entró en un estado de convulsión ideológica cercano a la epilepsia al llegar a Moscú. Hasta el punto de que cuando se reunieron con los dirigentes bolcheviques y mientras Lenin callaba con sorna, Bujarin le acusó a él, a Cachin, de ser culpable de la política imperialista de «sus burgueses»… se echó a llorar.

Pero al volver a Francia no solo están poseídos por la Luz del Este, sino que quieren electrificar el mundo con la energía comunista. Frossard:

“Lo que los socialistas de todos los países habían deseado, preparado, esperado en vano, los socialistas rusos, animados por una voluntad implacable, lo han realizado. En el antiguo imperio ondea ahora la bandera roja de la Internacional. ¡Basta de explotación del hombre por el hombre! ¡El capitalismo por “fin subyugado, destruido, expropiado! ¡La soberanía del trabajo afirmada, proclamada, ha encontrado su forma concreta en las instituciones soviéticas! El aparato del Estado, hasta ahora instrumento coercitivo en manos de la clase enemiga, se ha convertido en las valientes manos de campesinos, obreros y soldados, en el instrumento decisivo de la transformación social. La conquista del poder político, la sociedad colectivista o comunista, utopía del ayer, son la realidad hoy. El ideal que ya no esperábamos alcanzar, la Rusia revolucionaria lo estaba esculpiendo día a día, ante nuestros ojos, en su propia carne. (En L’Humanité, agosto de 1920, y De Jaurès a Lènine, cit. Jelen).”

Cachin, del temor al éxtasis, sigue llorando en Tours ante Bujarin:

“Hemos asistido a un espectáculo que nos emocionó hasta lo más profundo de nuestras fibras íntimas de socialistas veteranos: el espectáculo de un gran país, el mayor de Europa, que se ha deshecho de toda la burguesía, de todo el capitalismo, y está dirigido únicamente por representantes de la clase obrera y de la clase campesina. Este hecho, camaradas, el primero de la historia mundial, os pido a todos que hagáis el esfuerzo de entenderlo y considerar todas sus consecuencias. La revolución social está en Moscú y es una inmensa realidad.”

La verdad de esa realidad —inédita en la historia por su magnitud, no por sus métodos ni sus fines— es bien distinta. En 1920 no hay un solo obrero o campesino en el poder soviético. Todos pertenecen al modelo de «revolucionario profesional» que Lenin copia de la novela ¿Qué hacer? de Nicolái Chernichevski y del Catecismo Revolucionario de Bakunin y Netchaev.

Ni uno solo de los dirigentes bolcheviques ha trabajado en una fábrica o arado el campo. Lo que han hecho, como un año antes han denunciado en París los socialistas rusos, es derrocar a un gobierno legítimo, disolver por la fuerza la Asamblea Constituyente votada democráticamente, prohibir la prensa no bolchevique, ilegalizar a los demás partidos políticos, prohibir el derecho de huelga a los obreros, prohibir a los campesinos que vendan sus productos en el mercado, estafarlos pagando con un dinero devaluado por los bolcheviques en un 200.000 por ciento y al que el pueblo llama «papel pintado», y, por supuesto, encarcelar, secuestrar y asesinar sin juicio, a través de la Cheka a todos los que se les oponen, en especial los partidos de izquierda.

Nada se parece menos a lo que elogian Frossard y Cachin que Rusia bajo la bota de Lenin. Pero si atendemos a los argumentos para explicar su entusiasmo, las razones son oscuras, siniestras, reveladoras. Ambos dicen que los socialistas veteranos ya no esperaban ver lo que se ve en Rusia: la burguesía destruida, el capitalismo expropiado, el dinero sin valor. ¿Era eso, entonces, lo que se escondía tras el socialismo humanista de Jaurès: la nostalgia de Robespierre y la Comuna, la masacre de todos los enemigos, la policía política sembrando el terror, con la violencia como única ley?

De golpe, intuyendo el mar de sangre tras la bandera roja, despierta el vampiro socialista, enterrado en 1872, que entretenía su rencor soñando con la masacre de los ricos y, por supuesto, de los que se opusieran a ella. «Ya no pensábamos verlo», dicen. Luego lo que esperaban ver no era a los trabajadores mejor pagados, más libres, más seguros y más sanos, sino a los creadores de esas grandes fábricas modernas de las que presumían como franceses, convertidos en carne de pica, con sus cabezas «á la lanterne».

Lo que a estos veteranos de la SFIO y a su nueva base social (los jóvenes campesinos recién llegados de las trincheras que no saben quién es Marx), les gusta del bolchevismo es que hace todo lo que ellos sabían que ni podían ni debían hacer: matar sin escrúpulo alguno, implantar a sangre y fuego un poder, sin límite en el tiempo, para eterno disfrute de su partido.

Fue una especie de psicosis colectiva, como aquella Cruzada de los niños, que reclutó en toda Francia a miles de muchachos que iban a recuperar Jerusalén y terminaron muertos en el mar o como carne de prostíbulo, lo que se apoderó de un partido socialista que llevaba medio siglo siendo parte esencial de la sociedad y del poder político e institucional de Francia. De pronto, el curtido negociador sindical se redescubría a sí mismo como un ludita de los que destruían las máquinas y quemaban las fábricas en los comienzos de la revolución industrial. Los burócratas de la CGT y la SFIO se veían a sí mismos recuperando una revolucionaria juventud perdida que, en rigor, jamás tuvieron.

El bolchevismo no ofrecía ningún futuro pero sí la vuelta a un pasado imaginario que redimía una vida tirando a gris.

En el debate del socialismo francés, se comprueba que la fuerza del comunismo es alucinatoria. Pero no hay droga más poderosa que la fe, lo que el viejo Catecismo católico definía así: «Fe es creer lo que no se ve». No veían, pero alucinaban. No a lo Lennon sino a lo Manson. La deriva totalitaria de la SFIO prefigura la de toda la socialdemocracia, partidos y sindicatos, hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Incluso después, los partidos socialistas tienen periódicas recaídas en la fascinación leninista, y son a la vez sistema y antisistema, rojos y millonarios, colgados del prestigio irracional que el comunismo tiene desde aquel 1920 en muchos partidos y sindicatos socialdemócratas. En la Enseñanza y los medios de comunicación, el letal prestigio comunista sigue vigente.

Pasaje de

“Memoria del comunismo”

Federico Jiménez Losantos

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