Hace dos días apareció en el horizonte de nuevo septiembre, con aquellas mismas puestas y amaneceres, colores y aromas que anuncian otra vez el otoño, cuando el viento arranca las hojas del calendario, del mismo modo inapelable en que se desprenden inevitablemente de los árboles, trayendo esa sensación que siempre me embarga de que es ahora cuando me enfrento al año nuevo.

Y aunque no hay uvas de nochevieja, aparece esa melancolía que arrastra el final del verano, curiosamente mucho más fuerte para mi ahora, que en diciembre.
Septiembre, un mes de transición, entre un cálido pasado que ya no volverá y un futuro frio e incierto, navegando desde lo que fue hacia lo que será, mientras los nuevos y limpios días se acortan, y crecen a su costa las largas noches, tras esa luz crepuscular que inunda todo por unos instantes, sonrojando los atardeceres e incendiando el cielo frente a mi hogar, siempre distintos, siempre increíbles, siempre entrañables. Parece mentira que haya pasado otro año de ese personal calendario.
Doce meses en que la vida gira de nuevo, tanto y en tan poco tiempo a la vez, aunque suficiente para que constate como esta queda marcada de modo indeleble y para siempre por un antes y después. De un corto vuelo que jamas planifique, sorprendente e inesperado, a cientos de ellos, anhelando revivir en todos ese paraíso que entonces nació y hoy evoca septiembre – cuando empezó – aunque después ese recuerdo se desvanezca entre mis dedos, difuso e intangible ya, del inicio de una inseparable presencia que entonces presentí eterna. Otro año desde que roce un sueño, del mismo modo en que volví a saborear ese amargo dolor humano en estado puro que di por superado, desolado al comprender que solo fue otro espejismo truncado, casi desdibujado ya, y que aún se cruza en mi mente… aunque cada otoño más desenfocado.
Son esos pequeños instantes de luz otoñal de septiembre, que retornan de nuevo, revividos con añoranza pero sin miedo, mientras se empaña mi mirada deslumbrada, evocando una sensación en que creo percibir aquel abrazo en un pasado atardecer ya difuso, que regresa y me aprieta de nuevo, otra vez, sincero y generoso. desde algún lugar de mi herida conciencia y en mayúsculas, con aquella misma verdadera entrega y locura, en un lenguaje indescifrable, reservado solo a esas pocas ocasiones cuando dos almas que miran de frente, abandonan sus vidas por un instante, para encontrarse – da igual donde – despreciando ese futuro siempre incierto, para pasear juntas de la mano, y cuya memoria en ciertos instantes crepusculares de otoño se me hacen inevitables y eternos…
Septiembre vuelve, y con su luz – años después – una voz que me dice: “todavía no has cosido bien la herida”, desde aquel día en que, con respeto y cariño, en 2 cofres encarnados, doble todo aquello desconcertado por la indiferencia que ha ocupado la tierra de los sueños que un día camine de su mano, que entonces pareció poseernos y que a mi me sigue atrapando, cuando la luz de otoño regresa, y en esos instantes deslumbra mis ojos, turbando mi juicio, que por un momento parece no existir.
¿De qué pasta estará hecho el ser humano para perder el sentido así? Dicen que como hijos de dios, a su imagen y semejanza. De ahí que cuando te roza esa luz, tocamos el paraíso prometido de un cielo soñado y sentido, del que dicen venimos y al que anhelamos regresar.
En este año que acaba, cada septiembre anotó que solo puedo dar de nuevo gracias a Dios por aquello que vi, toqué y sentí… en Eivissa, mi ave fenix. Quizás sea tiempo ya de dejar de escribir, aprender a callar, y seguir… aceptando que Septiembre en mi vida siempre empieza y acaba con “E”.